jueves, 23 de febrero de 2017

MEMORIA

En cierta manera admiro a los suicidas aunque no puedo evitar que mis recuerdos perduren siendo esta la única forma de hacerlo. No puedo evitarlo al igual que el suicida decide sencillamente irse.
Esta mañana, como todos los domingos lo primero que hago es ir a su habitación para despertarlo; no existe nada más dulce que un niño durmiendo, parece que su entrega a la inconsciencia es absoluta y determinada pero su regreso es inmediato y vital, lo que anima el inicio de lo que para mi es el conocimiento necesario que de una manera u otra condicionará su desarrollo y su vida. Desde que tenga conciencia podrá comprobar que será de los más jovenes que un abuelo haya estado en la guerra civil de España, que le cortó la adoslencencia que vivía en una aldea de Asturias sin tener ideas propias, no falta de convencimiento sino por desconocer que se pudieran tener ideas y menos  políticas. El aislamiento rural causa de la ignorancia, de la desconfianza y del interés de unos pocos  facilitó que los jovenes del campo no cuestionasen la incorporación a un bando o a otro y aceptasen ir a la guerra como se siega en julio, se planta el  vallico en septiembre o el maiz en marzo: tocaba. Sin instrucción y sin haber visto ni una película de tiros (no había televisión, ni ordenadores y para ir al único cine que estaba en la capital eran muy pocos diecisiete años) se sometió a la disciplina de hombres uniformados armados que tenían de todo menos bondad y sensibilidad para tratar a una tropa disciplinada pero desconcertada que no comprendía los motivos para matar a los vecinos y compatriotas, lo que la convertía en incontrolable por sus reacciones como actores y espectadores de tanto dolor y sufrimiento. Lo de menos era matar, lo difícil era sobrevivir a la necesidad, al hambre y a los tiros y cañonazos de los que en las trincheras de enfrente hablaban su mismo idioma, con los que intercambiaban tabaco y otros artículos cuando en uno de tantos frentes perdidos levantaban la bandera blanca para hablar e intercambiar lo poco que tenían unos y otros. La crueldad de la guerra duró tres años y hubo batallas interminables una vez que la zona republicana (los rojos)  iba cediendo ante los nacionales (los fascistas o nacionales).
Tu abuelo acostumbrado al duro trabajo de la casería, no protestaba por las largas caminatas ni por la falta de ropa para protegerse del duro invierno de Teruel, la falta de comida les obligaba a ingeniarselas para a lo largo del avance encontrar el momento y el sitio dónde hubiese algo que llevarse a la boca, como el jamón que se encontró su pelotón en una cabaña en el monte del que dieron cuenta en el tiempo que les llevó cortarlo en lonchas, haciendo el caldo para ese y otros muchos días con el hueso que se desgastó quedando como si tuviese cien años.
Mi padre no creía que contarme cosas de la guerra, aunque mi curiosidad empezó cuando tenía dieciseis años y preguntaba insistentemente si había matado a alguien en la guerra, si disparaba, si apuntaba para no dar en el blanco, pudiese reportarme beneficio alguno. Yo en cambio creo que no conocer la desgracia tan de cerca es bueno pero a la vez no te permite valorar lo que tienes y tendrás, por la incapacidad de valorar lo que no se tiene, pero sobre todo para que no vuelva a repetirse después de resonar el eco no hace mucho de "arderéis como en el treinta y seis".